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José García Domínguez

La muerta

No serían los alemanes de carne y hueso quienes expulsasen a esos sucios turcos del Templo, sino "la cultura alemana", un ente metafísico que los trasciende y ante cuya voluntad tan soberana como caprichosa no les quedaría más remedio que asentir.

Vivo en Praga acumulando / recuerdos deudas pérdidas / de la propia identidad en cada testigo / muerto / escribo en alemán para que las palabras / no sean vuestras ni mías / al fin y al cabo / todo lenguaje es un tamtan / que pide socorro en una lengua / inaceptable / ser judío vivir en Praga escribir en alemán / significa no ser judío ni alemán / ni ser aceptado / por las mejores familias de la ciudad / que identifican / el alemán con Alemania y el ser judío con la alarma [...] / nacidos para ser extranjeros / compartimos con vosotros la condición vencida / incluso los recuerdos –los vuestros, sin duda– / de escuadras en el mar / mares de Praga

M.V.M.

El hijo pródigo del sargento Mustafá acaba de pontificar que "si la cultura alemana fuera invitada a una feria del libro tampoco permitiría que fuesen autores alemanes que escribieran en turco". Repárese en el enternecedor ardid antropomórfico al que recurre el primogénito de Mustafá: no serían los alemanes de carne y hueso quienes expulsasen a esos sucios turcos del Templo, sino "la cultura alemana", un ente metafísico que los trasciende y ante cuya voluntad tan soberana como caprichosa no les quedaría más remedio que asentir.

Quede claro, pues, que en ningún habrá sido Su Excelencia el responsable de excluir de la muestra a los escasos escritores de verdad con que cuenta Cataluña. Al contrario, seguramente él estaría encantado de que Marsé, Goytisolo, Mendoza o Cercas le hubieran liberado de tener que hacer el ridículo en Frankfurt, encabezando a los 101 dálmatas de casino de pueblo que, al final, han integrado la patética representación canónica de lo que hay. Sin embargo, no ha podido ser, porque nada menos que la cultura catalana se ha opuesto en redondo al apaño. Por lo demás, parece que el espectro de esa vieja arpía sólo accede a transmitir sus designios inapelables a través de médiums que le recuerden su propia alzada durante el último cuarto de siglo: el jardinero Benach, el camionero Vendrell, el zurupeto Puigcercós, el bachiller Montilla o el vástago vergonzante de Mustafá. ¡He ahí los supremos augures de la milenaria cultura catalana!

La sagrada cultura catalana, hace muchos años que dejé de interesarme por ese cadáver maloliente y en descomposición (la necrofilia aún no forma parte de mis vicios privados). Desde entonces, apenas reparo en ella muy de tarde en tarde, cuando releo aquel cuento de Amado Nervo. "Los muertos, señor mío, no saben que se han muerto (...) No lo saben hasta que pasa cierto tiempo, cuando un espíritu caritativo se lo dice, para despegarlos definitivamente de las miserias de este mundo (...) Generalmente se creen aún enfermos de la enfermedad de que murieron: se quejan, piden medicinas (...) Nos hablan, se interponen en nuestro camino, y desesperan al advertir que no los vemos ni les hacemos caso. Entonces se creen víctimas de una pesadilla y anhelan despertar." Pero lo único que les pasa es que están muertos.

Por cierto, un día de estos se lo tendría que enviar al hijo de Mustafá.

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